La primera novela que leí en mi vida fue Los patines de plata (The Silver Skates, 1865) de Mary Mapes Dodge.
Al tener seis años y algo, recuerdo que el reto consistía en leer las 240 páginas enteras, más que entender de que iba eso de leer novelas.
Recuerdo mi madre fregando platos y yo, bajo el influjo de mi luna natal en capricornio, empecinada en resolver el misterio escondido detrás de las palabras. Es decir que leía con afán matemático, intentando solucionar ecuaciones, más que frases.
– Que quiere decir esto mama?-
– No se, pregúntale a papá cuando lo veas – contestó mi madre, cuyo manejo del Italiano era parecido al mío, llevando solo seis años en Italia ella también.
Mi padre tenía turno de noche en su trabajo de corrector en el Corriere della Sera. Poco se alegró a las cuatro de la madrugada, mientras comía su bocadillo de queso bien regado con vino tino, que su hijita de seis años le viniera con un listado de palabras para explicar. Masticando me explicó dos, pero al tragar el bocado, me ordenó que me fuera a la cama ¡y ya!
Al día siguiente, al regresar del colegio, mi madre me entregó un paquete muy pesado: un regalo de papá. Dentro encontré el libro más grande que jamás había visto. <<Uy, con este no se si puedo…>> pensé. Más tarde mi padre me explicó que, el monstruo en cuestión era un diccionario y no se leía, sino que se consultaba y me explicó cómo.
Mi padre era un hombre práctico, resolvió su problema pero dobló el mío. Ahora mis neuronillas se veían divididas entre las aventuras de Hans y sus patines y entender las palabras del diccionario. Aún así, acabé con las 240 página. No me enteré casi de nada, pero terminé.
Sin embargo, mi amor por la lectura brotó con La llamada de lo salvaje de Jack London. Allí las palabras ya se hilaban solas y descubrí que, el propósito de leer no era correr la maratón, sino disfrutar de un viaje mágico de aventuras. Las palabras creaban imágenes en mi mente, algo increible sucedía y entonces, yo era un medio-lobo, estaba nevando, me sentía felíz ¡feliz y en Alaska!
Con siete años tus padres no te permiten viajar tan lejos, casi ni puedes salir al jardín sin pedir permiso: pero con los libros yo era LIBRE, podía ausentarme en paraísos lejanos, vivir mil aventuras y nadie interfería en mi mundo. Los libros se convirtieron así en mi portal mágico hacia otras dimensiones, en mis mejores amigos, maestros y compañeros.
Es un buen recuerdo para hoy ¡Feliz San Jordi!